Esta vuelta al carbón tiene dos caras. Por un lado, está el rechazo casi mundial a ayudar económicamente al Gobierno de Vladimir Putin, además de la necesidad de alcanzar la soberanía energética. Por otro, el hecho de que las empresas rusas hayan comenzado a suministrar el gas casi con cuentagotas: hace unas semanas Gazprom redujo en 100 millones de metros cúbicos (un 60%) sus envíos a Alemania a través de Nord Stream.
Lo que en Alemania se entendió como una forma de presión -la empresa alegaba problemas técnicos por la falta de material embargado- activó las alarmas, pues la economía germana depende, y mucho, de este combustible para su generación de electricidad. A falta de apoyo nuclear, sólo el carbón puede parchear el sistema energético, aunque suponga dar un paso atrás en los objetivos medioambientales y de transición.
"Hay mucha presión política contra las nucleares en Alemania, pero volver al carbón supone volver a una fuente muy contaminante y muy poco eficiente", contextualiza Roberto Gómez-Calvet, profesor de Empresa de la Universidad Europea de Valencia y experto en suministro energético. "Alemania no tiene escapatoria: o potencia nuclear o recupera carbón", explica. Y en este contexto realmente la primera opción no termina de ser factible, porque llevaría demasiado tiempo ponerla en marcha. En este momento, volver al carbón es la única opción que le permite mantener el nivel de generación que tiene.
Esto, no obstante, tiene varios problemas. Tal vez el más evidente sea el medioambiental, pues supone recurrir a una fuente contaminante en plena transición energética. Además, no lo hace cualquiera, sino la primera economía europea y uno de los países que más presionó para que la Comisión Europea diese el visto bueno a una taxonomía verde que, precisamente, sirve de respaldo al gas (y a la nuclear, aunque en ese caso el apoyo venía de Francia).
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